Normalidad y violencia

Publicado el 18 de diciembre de 2024, 12:48

Reseña de Ética para infractores, de Camilo Bogoya, aparecida en el número 37 de la revista Bajo Palabra

Santiago Alba Rico*

Defendía Paul Ricoeur la superioridad narrativa de la tercera persona como portadora de una potencial mayor “objetividad” y una más convincente “universalidad”. Enseguida, es cierto, al gran filósofo francés se le ocurrían grandes ejemplos de relatos en los que, al contrario, la subjetividad (como en Proust) constituía al mismo tiempo el objeto de una mirada distante y trabajosa y el misterio de un acceso privilegiado al mundo exterior. Ahora bien, en una época en la que el narcisismo tecnológico y la pobreza experiencial producen una inflación de literatura egolátrica, unas veces regular y otras mala, uno tiende a huir de lo que Patrick Stasny llamó “el provincialismo de la experiencia” para caracterizar el pulso de la famosa “autoficción”. Con cualquier cosa, es verdad, se puede hacer buena literatura del mismo modo que con cualquier material se puede hacer una casa (o al menos un cobertizo); con cualquier cosa, sí, salvo con la autocomplacencia. Se puede escribir un buen relato a partir de un documento judicial, de un rostro columbrado en la niebla, de una guerra y hasta de una patata. Pero no se debe confundir nunca una idea con una ocurrencia ni la intensidad subjetiva con el sentido común. A todos nos resulta muy emocionante ser nosotros mismos, pero un escritor no debe olvidar que de lo que se trata es de construir un techo bajo el que quepa mucha gente. De paja, de piedra o de madera, pero donde el autor apenas viva ahí o sea solo un visitante más.

Lo que le molestaba a Ricoeur no era el yo sino la relación narrativa con él; le molestaba, en definitiva, su afán colonizador, muchas veces expresado a través del sentimentalismo más tautológico. En este sentido, los relatos de Camilo Bogoya (Bogotá 1978) reunidos en Ética para infractores, son muy respetuosos con el precepto ricoeuriano: todos sus relatos están escritos en primera persona, pero nunca el pronombre “yo” se ha alejado más del “provincianismo” de la autoficción al uso. En este libro no sabemos quién habla ni a quién le ocurren las cosas; puede ser o no el autor; es siempre un tipo cualquiera que utiliza la primera persona para narrar un viaje a Hong-Kong con una esposa reticente, la confesión de un plagio literario bastante cutre y nada borgesiano o la historia de amor banal con una guerrillera. Podemos quizás encontrar repertorios compartidos (pensemos, por ejemplo, en los “padres difíciles”, reales o subrogados, que pueblan los relatos), pero no podemos asegurar que se trate siempre de la misma persona contando distintos episodios de su vida. Podemos asegurar, más bien, lo contrario. Cada relato agota de algún modo la vida completa del narrador-personaje; cada episodio, a veces felizmente banal y en absoluto concluyente, dibuja una existencia particular a través de cuyas tablas sueltas se cuelan ráfagas de una época y un país; o de varias épocas de un país, Colombia, que no acaba de nacer y no acaba de morir.

Porque algo sí tienen en común los relatos de Ética para infractores. Dos cosas. La primera es que ese tipo que habla (o esos tipos que hablan) no se dan ninguna importancia a sí mismos. Una de las virtudes de la escritura de Bogoya es la ausencia total de intensidad provinciana. Esos tipos que hablan guardan siempre una cierta distancia respecto de sus propias vidas y de sus propias palabras, distancia que pone a cubierto al lector de los muchos peligros emocionales que abriga la literatura contemporánea. Quiero decir que no reclaman ni la complicidad ni la resonancia sentimental del lector. Incluso cuando abordan la violencia (o la sexualidad) lo hacen con un desasimiento casi kafkiano, nunca desde el centro de la escena y jamás con sufriente instrospección, lo que proporciona a las peripecias vitales más crudas (tortura y cárcel, por ejemplo) una irónica objetividad narrativamente muy eficaz. La escritura de Bogoya, limpia y precisa, interesa porque no emociona; si emociona a veces, como escritura, es precisamente porque su liviandad desinteresada logra interesarnos. Su desasimiento nos engancha a los avatares mínimos de sus héroes irónicos. “Hubiera querido que me contaran esta historia, pero me ocurrió a mí”, arranca el relato titulado Los disidentes, en una declaración que es al mismo tiempo una propuesta poética: a ese tipo que habla le interesaría más su historia si le hubiera ocurrido a otro; se resigna a contarla él porque ningún otro podría contársela. A los lectores nos interesa porque no nos ha ocurrido a nosotros, porque la cuenta ese tipo y porque la cuenta de ese modo.

Otra cosa, decíamos, tienen en común los relatos de Ética para infractores. Ninguno de los narradores es un yo autocomplaciente porque podría ser cualquier yo: y porque, de hecho, cada uno de ellos preferiría ser cualquier otro. No podría tratarse, sin embargo, de cualquier país. Incluso 1982, un relato que discurre en una tórrida Sicilia de hace cuarenta años, solapa y sincopa la realidad que vive Colombia al otro lado del océano. Los tipos que hablan en los cuentos de Bogoya lo hacen desde momentos distintos de la historia reciente; algunos de ellos son mucho mayores que el propio Bogoya; pero todos son inconfundiblemente colombianos. ¿Qué quiere decir esto? Que todos ellos reciben y reflejan un grado notable de violencia. Ahora bien, al contrario de lo que ocurre con las novelas de otros compatriotas suyos (pienso en Juan Gabriel Vásquez, Laura Restrepo o Fernando Vallejo, muy distintos entre sí), las narraciones de Bogoya no abordan la violencia de una forma directa y nunca, desde luego, en tono de denuncia o de lamento. Las historias de los tipos que hablan aquí son normales, la de pequeños infractores rutinarios con destinos menudamente trágicos. Bogoya nos cuenta relaciones entre padres e hijos, entre maridos y mujeres, entre periodistas rutinarios y sin ambición, entre amigos desavenidos y amantes raros. Sus personajes no son gente obsesionada con Colombia; son gente atravesada por Colombia. Gente en cuyo interior sigue viviendo Colombia incluso cuando (como ocurre en el magnífico último cuento, Una historia para Gonzalo Pardo) viaja a EEUU, España o Afganistán. Pero a Bogoya no le interesan los grandes gestos; le interesan las vidas pequeñas que están, como todas, ocupadas en vivir por debajo del nivel de la conciencia. La cuestión es, una vez más, el desasimiento como diagnóstico y como recurso literario. Porque ese desasimiento describe un mecanismo de defensa muy colombiano frente a la violencia (la vida, cualquier vida, es un complicado mecanismo de defensa) y porque esa violencia aparece con más nitidez en el desasimiento literariamente inducido de sus personajes. Bogoya, en definitiva, nos cuenta las vidas normales de personas que se defienden normalmente de la violencia y nos las cuenta de tal manera que esa violencia disuelta en la normalidad se convierte en ironía y distancia literaria. Ética para infractores construye, en definitiva, un techo bajo el cual puede albergarse mucha gente y entre cuyas grietas se cuela la luz de la noche y la sombra del día.

 

* Santiago Alba Rico es escritor y ensayista

Fuente: Bajo Palabra

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